jueves, 30 de julio de 2009

Abuelo, dime algo!

Aquel viejo militante socialista había ocupado distintos cargos de responsabilidad: Secretario de la agrupación local durante 30 años, miembro de la comisión ejecutiva provincial, diputado provincial y Alcalde de su pueblo durante los últimos veinte años.

Se hizo socialista siendo uno de los muchos emigrantes de la España de los años 60 y de la mano de aquel viejo profesor de filosofía y de la vida, Enrique Tierno Galván.

Se le enmudecían los ojos ante cualquier injusticia, sobre todo ante las que tenían hechura humana.

A menudo bajaba los santos a la tierra y maldecía a la corte celestial cuando algo le salía mal o se le atravesaba como si los que arriba tuvieran la culpa de que las cosas se le torcieran y envolvía su malhumor en una cascada hiriente de juramentos.

Le gustaba leer la Biblia con fruición y conocía pasajes enteros casi de memoria. Su preferido era el libro de Esther y el bueno de su tío, Mardoqueo. Cuando alguien le caía bien le llamaba así, Mardoqueo.

Era fiel a los suyos, no menos que una loba con sus crías. Duro y distante con sus adversarios.

Dentro llevaba un buscador y un filósofo, que solo en los momentos tiernos dejaba aparecer como un punto de icerberg blanco y hermoso.

Conmigo casi siempre fue un hombre bueno y cercano, sin aguijón alguno. Sin trastienda, que decía, como gallego fino.

- ¿Cuándo dejaste de creer?, fue mi pregunta directa aquel jueves a la hora del café.

- El día que murió mi abuelo, fue su respuesta sin dudar.

- ¿Tan importante era para ti?.

- Como el sol y el agua son para los agricultores. Yo tenía 15 años... El era excepcional. ( Los ojos le brillaban con ese brillo luminoso que se les pone a los humanos cuando evocan a la gente que quieren hasta el alma). El día que entró en coma recé como un animal. Le pedí a Dios una señal de que existía: que no se muera el abuelo. Pero los milagros son un cuento. Se murió. ( En sus palabras había rabia, casi odio).

Mi respuesta fue un silencio de segundos que pareció eterno, solo roto por el ruido de la cucharilla revolviendo el azúcar del café.

- ¿Y...?

- La tarde que lo enterramos la pasé hasta el anochecer en la colina del pueblo donde se divisa el cementerio. Después allí veía el montón de tierra donde le habían sepultado..... ¡Abuelo, dime algo!. Se lo dije de mil formas y maneras: bajito, a media voz, gritando como un loco. ¡Dime algo y sabré que estás bien y Dios existe!. Lloré hasta vaciar mi corazón de lágrimas y las puse todas ellas en mis ojos formando dos largos y amargos ríos de dolor y pesadumbre. ¡Háblame, abuelo, y dime que los curas tienen razón!. Hasta que se hizo de noche estuve allí, como un Quijote derrotado....

El abuelo no dijo nada. Aquel día maldije a Dios y todas las mentiras de vírgenes y santos.

- ¿O sea que el abuelo no te habló?.

- Ni una puta palabra.

- ¿Y te podía hablar?

- Yo que sé.

- ¿Y cómo te sentiste?, le dije mirándole de frente con afecto.

- Al principio mal, pero enseguida ocurrió algo extraño. Me sentía como con paz, con una tranquilidad rara, que nunca más en la vida he vuelto a sentir. Te extrañará si te digo que hubo momentos que estaba hasta contento, casi feliz y que me veía envuelto en una especie de armonía indescriptible. Pero el abuelo no me habló, me dijo convencido.

- ¿Seguro que no te habló?. ¿Y si te hubiera hablado cómo te hubieras sentido?.

- Feliz, contento, tranquilo, sereno y Dios existiría.

- ¿No será que tu abuelo estuvo todo el tiempo contigo, se metió dentro de ti, dejándote sus mejores sentimientos y tú no lo supiste escuchar?. ¿O es que los humanos hablamos solo con palabras?

- Pues...

Se quedó pensativo como un azor cuando mira desde lo alto de su árbol y dejó la mirada perdida mientras tomaba el último sorbo de café.

Aquel momento fue sagrado. Sublime. Una revelación. Un kairós, que diría un místico.

Desde entonces yo le preguntaba por su abuelo y él se interesaba por mi Dios.

El día que abandonó sus responsabilidades políticas, forzado por el partido que buscaba gente más joven, yo me despedí con una una sonrisa grande y un “vaya usted con Dios” y en mis ojos sentí asomarse ese brillo especial que se te pone en la mirada cuando estás con alguien que aprecias.

El, bajando la escalera del consistorio, regresó con la mirada y me buscó entre los vecinos y levantando el puño izquierdo como quien está cantando la internacional, me despidió:

- ¡Adiós, Mardoqueo!.

Tomado del libro “Desde el corazón y la esperanza”, Editorial STJ, de Barcelona

Enviado por Valentín Turrado

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Bravo! por el cuento,Valentin.Realmente me ha conmovido.Gracias.